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sábado, 24 de marzo de 2018

Tan de nadie, tan como nadie.

Ella, tan ella, tan suya, tan de nadie, tan como nadie.
Ella arrasaba por dónde pisaba, quemaba todo a su alrededor; era capaz de prender cualquier mecha y decidió encender la mía.

Jamás me topé con una mirada que me hiciera arder de esa forma. Era de las que traspasaba tu raciocinio con un insulso parpadeo y bueno... esa noche me parpadeó varias veces.

Quizá fue el calor del ambiente, el intenso picor de mi garganta provocado por la suma de copas que bebí o esas malditas ganas que tenía de ella; pero una vez más no pude evitarlo (o no quise; en el fondo nunca quería parar)


Él, tan él, tan suyo, tan de nadie, tan como nadie.
Él era impredecible, puede que previsible si conseguías adentrarte en su mundo. Era cabal, no confiaba en nadie; creo que a día de hoy no ha conseguido llegar a hacerlo. Él era de los que recataban sueños y decidió dejar morir  mis anhelos.

Jamás volví a escuchar una voz que embelesara como la suya. Era de los que convertían su retórica en su arma más letal y bueno... esa noche me regaló los oídos varias veces.

Quizá fue la elevada temperatura de ese conocido lugar, las copas de más que se acababan continuamente o esa tentación que residía en mí cada vez que mis signos vitales le presentían; pero volví a caer... siempre volvíamos a caer.


Ella, tan ella, tan suya, tan de nadie, tan como nadie.
Adoraba la forma en la que me miraba. Siempre tan penetrante. Nunca pude resistirme a sus ojos, fueron mi perdición; incluso actualmente lo son, aunque me esfuerce en disimularlo.

Pero aquella noche no lo oculté. La quería a ella, a nadie más. A ella le gustaba competir, le encantaba quitarme la mirada justo en el momento en que yo estaba a punto de caer. Pero no solo ella era fan de ganar; yo adoraba también fijar mi vista en ella para que cuando decidiera volver su cabeza, mi mirada ya no estuviera posada en sus preciosos ojos.

Quizá fueron las canciones que aceleraban mi cuerpo, las veces que mi cabeza repetía su maldito nombre o las noches que buscaba otros clavos y ninguna conseguía borrar su huella, pero me dejé arrasar... nos dejamos arrasar.


Él, tan él, tan suyo, tan de nadie, tan como nadie.
Nunca supe definir exactamente qué sentimientos recorrían mi cuerpo cada vez que él estaba cerca. Era una mezcla de calor y frío; como cuando el invierno viene solapado de la primavera, o como cuando tu cuerpo empieza a arder y doler hasta que llega un momento en el que, con todo tu ser quemado, dejas de sentirlo; te evades, te dejas llevar.

Y así como si nunca antes hubiera ocurrido de nuevo, como si fuéramos novatos, como si no supiéramos las consecuencias que se desatarían posteriormente (en el fondo no las sabíamos ni de lejos), nos dejamos llevar... no el uno por el otro; sino por la situación, pues ella se hizo dueña de nosotros antes de que nos quisiéramos dar cuenta.



Ellos, tan ellos, tan suyos, tan de ellos, tan como ellos.
Él no era de los que se quedaban y casi mejor, porque ella tampoco era de las que esperaba. Eso de los amores imposibles no iba con ellos.

Ella decidió prender la última mecha a expensas de saber que todo iba a volver a ser arrasado. Él se limitó a dejar morir sus anhelos; congelar la mecha que ella consiguió encender.

Fuego y hielo se unieron y a pesar de lo que podáis creer; ninguno imperó sobre el otro. El fuego calentaba al hielo cuando se enfriaba demasiado y el hielo calmaba al fuego cuando éste ardía en exceso.

Y así es como él y ella se quemaron juntos... porque el hielo, cuando se expone demasiado es capaz de abrasar... y eso él lo sabía muy bien...


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